La alegría está en Anand como la luz está en el sol y la luna redonda acurrucada en su ombligo. La galaxia de su cuerpo de dos años revoluciona las dimensiones de quien se acerca a él y la vida se comprime entonces en un gesto al aire o una palabra pronunciada con cetas: "Zanda, que bonita erez", entonces sólo en sus ojos sabes que eres bonita.
Anand robó mi corazón en la primavera del año de la desesperanza y los vagones vacíos. En los meses de adultos intoxicados que cegados por el miedo deambulaban por los caminos en búsqueda de venganza, ajenos a la existencia de Anand y su dicha.
Contar que este niño existe es un canto a la esperanza, la espontaneidad y al amor más redondo y perfecto que nadie nunca inventó. Porque el amor así no se inventa, existe y Anand lo lleva entre sus pestañas para volcarlo en los pliegues de tu piel solo con una mirada.
Zanda, que ahora, a sus casi tres años se pronuncia Sanrra, es la parte más hermosa que en realidad Sandra tenía dentro. Las nuevas caras del prisma que me configuran quien soy y había dejado abandonadas en mi nombre. Esas otras personas que sólo Anand se atrevió a pronunciar para otorgarles la vida que les faltaba.
Soy Sandra que, de la mano de Zanda, Sanrra y cuantas personas más él quiera colorearme, sonríe ante los camiones de la basura y los coches rojos, mueve los brazos de su sombra por si de repente la de Anand se agarra de mi mano en la siguiente esquina y alza la vista a los árboles cuando el viento llega para hacerlos bailar. Porque el universo de Anand se abrazó a las espirales de mi mundo antiguo para no dejarlo morirse nunca, para recordarme, en los días tristes como los de hoy, que dentro de mí también está la dicha y que nuestra distancia de carreteras rectas y amplias sólo necesita de un barquito de cáscara de nuez para hacerla pequeñita.
Y de nuevo los días sean posibles y los kilómetros tan sólo números de plastilina con los que sumar.
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