A mí me gusta la gente, aunque
reconozco que no toda. Es más, creo que sólo me gusta alguna muy concreta pero
cuando me gusta, me gusta de verdad. Tan de verdad que no sé si a veces me paso
en el entusiasmo, si es que se puede pasar uno queriendo a alguien sin llegar a
lo enfermizo.
A la vez me gusto yo misma. No me
leáis mal, con esto me refiero a que me encanta la soledad y todo lo que ella
me ofrece: los espacios en silencio, la reflexión, la escritura, los libros, la
música, el sueño y todo cuánto estar sola te hace crecer. Sin embargo, yo sé
que necesito del otro. Del amigo, el hermano, la prima, el conocido, la
compañera o la persona fugaz que pasa por tu vida.
Sola soy capaz de ver el
mundo con una mirada amplia y una sonrisa contagiosa.
Sola sé que puedo crear,
inventar mis propios senderos, canturrear viejas canciones o llorar como un
bebé.
Sola existo, me miro el ombligo, levanto la vista para contar mi historia
y si no tengo nadie delante el aire se convierte en un gélido hueco que tritura
el sentido de mi sentido.
La anestesia del individualismo
se me escurre rápidamente para recordarme que la vida sin otro escuece. Porque
no quiero caer en la trampa del ir sólo a lo mío, buscar salvar mi pellejo,
acumular céntimos antes que el que tengo enfrente, ladrar, morder y devorar, no
quiero ir por libre. Me engancho a la libertad de ir todos a una, de reconocer
en las manos del otro las mismas heridas que sentí yo en cualquier otro lugar del
cuerpo. Quiero ser más de una, hasta dos, tres y un millón. Hasta la cifra
quebrada que desbarate las cuentas y demuestre que en este mundo unidos giramos
en la dirección correcta: en nuestra propia dirección.
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