Que la vida iba en serio... decía Gil de Biedma en algún inesperado momento en el que su rutina lo azotó hacia un trascendente pensamiento circular parecido a un charco de alquitrán.
Posiblemente habría terminado de encender un cigarro y de percatarse, en un difuminado segundo de realidad, de que ese zumbido inapreciable de su garganta se trataba de una vida que iba en serio y que le impedía respirar, más allá del efímero humo de su tabaco.
Así me lo imagino yo, al menos, con un gesto concentrado y triste de bolígrafo gastado y papel en el que dejar plasmada esa amargura que no se parecía a ninguna letra del alfabeto.
Gil de Biedma me balancea, todavía muchos años después de aquellos versos que arrasaban mis veinte años y estiraban la retina de mis ojos hacia paisajes inexplorados: azules, verdosos y de muchas formas geométricas. Claro que la vida iba en serio.
Hoy vuelvo a este poeta porque hace poco recordé el poema y pensé que vivir no podía tener tanta importancia y que la actitud trágica en la que nos movemos no podía ser más que una trampa. Pensaba que tal vez si cambiábamos algunas piezas y el puzzle lo transformábamos en juego, la vida no podía ir tan en serio y los rostros estirados y apagados que inundan todos los espejos podrían relajarse y convertir cada mañana en una función distinta alejada de dramatismos.
Porque todo es efímero, de nada sirve engrandecer lo pequeño hasta invocar a un ejército de monstruos que vengan a robarnos el aliento. Hay momentos en los que pienso que cualquier día me muero. Mañana, por ejemplo. No me gustaría hacerlo con la pesada carga de habérmelo creído todo y el profundo dolor de haber sido parte de una sociedad intoxicada de miedo.
No voy a morirme mañana, pero por si acaso de rato en rato, elijo contradecir al poeta y retarlo a la sonrisa de una vida en la que no todo es tan serio.