viernes, 9 de diciembre de 2011

Jazz o no

Olvidé que el jazz podía ser un buen remedio para la indecisión y el polvo de los dedos. Demasiados días sin escuchar música, encerrada tan sólo en la contracción, la sirena de ambulancias y el viento imperceptible atrapado en el paladar.

El resultado armonioso del oxígeno expulsado a pulmón lleno por un saxofonista de ojos antiguos llamó siempre mi atención, por la nitidez de las notas bailando en los carteles, por el grave de la última corchea que evoca una voz rota de mentira, perdida en la memoria. Llamaron mi atención la prolongación de las pausas como el incesante tocar de trompetas y bajos en una ínfima porción de segundo o en una insoportable letanía de minutos sin fin.
La música es una cosa y el jazz otra y hoy supe algo más de él tras un encuentro amable a la hora del café entre los primeros grises del día.

Oir jazz es como morirse o quedarse estrangulada por una posesión invisible, adictiva, demoníaca.
Así lo hace Chet Baker

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