lunes, 23 de septiembre de 2013

Hacerse grande

No me enseñaron a ser adulta, como a ninguno de nosotros, y cuando la mayoría de edad me sobrecogió el corazón a los 18 con la muerte de mi padre supe que ser mayor había dejado de ser una bonita fantasía de planes en el futuro y sueños por cumplir. Ser mayor era una fecha en el calendario, 26 de septiembre de 1999, que se diluiría en mis venas hasta los 32 que tengo ahora.

Cuando de golpe te toca asimilar pérdidas que no habías previsto, ausencias impuestas en tantos momentos de necesarias presencias, aprendizajes de grande que te toca hacer a tiendas, la niña que a los 18 todavía patalea y la adolescente que grita en su rebeldía para recibir el amor que ya nadie reemplazaría quedan prisioneras de una madurez adelantada que no les corresponden. Encadenadas al olvido duermen entre el pulmón derecho y el corazón, escondidas y asustadas.

Crecer siendo grande sin serlo es algo difícil de explicar. Es como vivir en una búsqueda inconsciente en cada acto que se comete de aquello que se perdió en el agujero negro de la muerte pero que se sabe que nunca se encontrará. Sólo un padre puede ser un padre y una madre una madre, todo lo demás sólo pueden ser sucedáneos, espejismos y una apuesta segura hacia el dolor de intentar encontrar lo que se anhela en un sitio equivocado.

Todavía aprendo con esta edad mi dificultad a aceptar lo inaceptable y vivo colgada de la esperanza de que las cosas pueden ser de otra forma y las personas también. Que lo que me gustaría todavía puede ser posible, aunque tantas y tantas veces no haya sido y me empeño y empeño en creer que aún se puede recuperar lo irrecuperable. No es sólo perder, ni la soledad abrumadora del dormitorio de siempre. No son los senderos perdidos en el bosque, los dragones malvados ni las tormentas. Es la aceptación lo que desgarrar siempre por dentro. Aceptar una y otra vez, segundo tras segundo, que los que no están no están y lo que están nunca estarán como necesitas.

Aceptar es el reto. Soltar, perdonar y descubrir que la guerra por fin ha terminado.


2 comentarios:

Lala dijo...

Conozco bien la sensación de perder a un padre. El mío lo perdí mucho más pequeña, tan sólo 5 añitos y aunque parezca que no te ha dado tiempo a acostumbrarte a tener a alguien que te quiera incondicionalmente como un padre a su hija, sí que te ha dado y sí que lo echas de menos. Y es verdad que no se puede sustituir, nadie puede ser como tu padre. Y es duro. Y lo es tener 30 años y saber que no va a volver y que lo sigues necesitando.
A veces creo que se le resta importancia a los padres, la primera figura es la madre y luego lo demás. Pero un padre...un padre es mucho más.
Besos :)

Anónimo dijo...

Aceptar, como decíamos hoy, para que la respiración nos ancle al presente, al cuerpo, y nos hagamos flexibles y fuertes como los juncos. Aceptar que la fragilidad esencial que procede de las grandes y devastadoras pérdidas (o de lo que no llegó a ser), que nos dejan huérfanos para siempre, forma parte de nosotros. Y transformar esa fragilidad en sensibilidad y poder creativo y hacer que pierda su carácter debilitante. Respirar, anclarse, aceptar.

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