jueves, 3 de octubre de 2013

Nadas



Que te regalen una historia de cuento en la que es fácil parecerse a una princesa y te la arrebaten cuando empiezas a creerla, duele sí o sí y se convierte en algo feo también. Injusto. Innecesario.

Es difícil hablar de justicia cuando intervienen los sentimientos, porque muy pocas veces la cordura viene a poner orden cuando se desata el amor. No es justo juzgar como no lo es correr un tupido velo, por eso en las experiencias a veces la única opción es tenderse con el alma al aire y dedicarse sólo a respirar, porque la energía no es capaz de llegar mucho más lejos. El arte de no hacer nada para sobrevivir a un naufragio, abrir los brazos hacia el sol para dejarse mecer únicamente por un oleaje que te arrastre hasta otras orillas y amaneceres de horizontes espléndidos.

No me gusta juzgar lo injuzgable porque casi nunca existen respuestas para preguntas que se enredan en un bucle en forma de espiral que tiende al infinito. Tantos porqués no caben en la boca, ni en las palabras ni mucho menos en el corazón. Ni intentar entender, ni culpar alivia el alma, por eso yo opto cuando el dolor se instala por rescatar de él el amor que pueda salvarse para aprender a perdonarme a mí y a los implicados en el desastre. No resulta fácil, sobre todo cuando se intentó todo y la apuesta se hizo firme, segura, con manos temblorosas que tomaban a las de al lado para no perder el pulso y con la mirada amplia y transparente dispuesta a abarcar el universo inabarcable que como regalo se expandía en los ojos del otro. La sensación de injusticia supura de todo punto y seguido del discurso y conseguir abrazar esos resquicios de amor para perdonar a quien hizo daño se convierte en una tarea a la que ponerle conciencia.

Aprendemos por el camino, de eso no tenemos duda y sólo caminando se crean las rutas necesarias que conducen a nuestra felicidad y aunque casi siempre andemos a tientas, con la torpeza de un niño, ya no somos unos niños y no vale atribuir a la locura o al sentimiento todo lo que hacemos. Arriesgar para vivir y crecer, experimentar para aprender y madurar para ser impecable. Así se distinguen los mediocres de los sabios: los primeros pasan de puntillas por las historias con los labios endulzados de alcohol y una locura absurda y hueca destinada a generar vacíos; los segundos se sumergen en las experiencias para empaparse cada célula, reír con el corazón abierto a la luna y aprender de la experiencia.

Madurar es un verbo olvidado que llega para salvarnos mientras nos miramos el ombligo. Un verbo para valientes, para quienes miran de frente su vida, la construyen, la abrazan y la protegen de cualquier viento que llegue en forma de amenaza.

Valientes, maduros, humanos... una extraña especie.

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