Mi tendencia es hablar del
amor. Desde que asumí la parte cursi que integra mi personalidad dejé de pelearme con ella y casi me dieron ganas de presumirlo. No tanto, pero
la libertad de expresar el amor sin remordimientos ni vergüenzas dan cierto grado de
tranquilidad, aunque también de
incomprensión, supongo.
A mí el amor me da ganas de llorar. Es como si un piloto automático interno se activara al roce más inapreciable de cariño y acto seguido se me saltaran las lágrimas. Ocurre en cualquier espacio, en el más inesperado instante, delante de cualquier sombra o autoridad. Lloro sin contenerme y casi diría que sin reparo. Es tan
poco frecuente el amor, tan inapropiado últimamente, que emociona. A mí siempre me pasó con el amor individual, pero también con el colectivo, con el propio y con el ajeno, con cualquier gesto de generosidad, amparo, comprensión, empatía, deseo, amor. Siempre el amor.
Me canso del bombardeo de la
crisis, el paro, las cifras en rojo, las cantidades inabarcables de deudas, de caos y angustia. Me harto de la letanía diaria de la desesperación y de la realidad en la que se cristaliza cada mañana el repetido verso en mi cabeza de
Ángel González: "
En este tiempo hostil propicio al odio"...
A mi me gusta el amor. Practicarlo, verlo, expresarlo, contarlo, escucharlo y reinvindicar la
transparencia no de cuentas, ni tan siquiera de cuentos, sino de entrañas, orígenes, movimientos internos y genes.
Hoy sentí el amor en un correo y me dieron ganas de llorar. Me pasó
en el metro y el pasajero apesadumbrado de enfrente, me miró sin saber bien que veía. Sólo me faltó aclarárselo en voz alta: "
Sí, se me saltaron las lágrimas porque sentí que me quisieron. Es raro, verdad?" Pero sólo lo pensé.
También he observado que está de moda la barba. Serán cosas del nuevo siglo.