Los ojos en los frondosos árboles que rodean las almenas árabes, la mente en las indicaciones en inglés del profesor, el corazón derritiéndose como el calor pesado de un día de verano antes de la tormenta, mis músculos resentidos y el aire abrazándome, tal vez con la compasión de quien acoge a un pájaro herido.
Las manos al cielo y el mundo rodando a mis pies. El miedo, el amor, la nostalgia, la libertad y la gratitud arrullados en mi garganta que respiraba al ritmo pausado del espíritu nuevo que ando estrenando. El equilibrio imposible me desafiaba en posturas de profunda concentración y aunque caía, volvía a intentarlo porque así me lo recitaba el mundo en letanía de ermitas y trinos, en palabras que sólo yo sabía escuchar.
El atardecer me trajo sílabas en sanscrito, suspiros y una inexplicable sensación de paz. El equilibrio es imposible hasta que encuentras el gesto justo y sutil que detiene la sangre para convertirla en savia. Entonces el mundo deja de rodar y el paso no necesita ya ser firme, porque vuelas.
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